27 de abril de 2007

La obra de arte en la época del sentido inmanente

Sentido y repetición

El sentido es lo que conecta. Para no caer en ningún tipo de sustancialización, mejor decir: el sentido es la conexión. Esto es, el sentido de un texto, de una acción, de una frase, etc., no es un trascendente con respecto a ese texto, acción o frase. Esta confusión es moneda corriente en el discurso del sentido común, se identifica el sentido a una especie de “querer decir” y se lo separa del objeto al que supuestamente da sentido.
Nosotros decimos: el sentido no es trascendente, es inmanente. Y decimos: el sentido es conexión (o señal o vínculo).

Si decimos, por ejemplo: “Hay que leer más”. El sentido es la conexión (no hago una enumeración exhaustiva) de: a. las letras entre sí para formar la palabra, b. las palabras entre sí y los signos no lingüísticos para formar una frase, c. cada una de las palabras con las versiones anteriores de sí mismas y, d. la frase con el contexto (o texto) de la acción en la que se inserta.

Para poder usar o entender una frase entonces, lo que se necesita es aprehender sus conexiones. Las conexiones del sentido más básicas (lo que en el ejemplo anterior serían los puntos a., b. y -en la mayoría de las ocasiones- c.) normalmente pasan desapercibidas en tanto son operaciones casi pasivas. Cuando ellas fallan es cuando el sin sentido se hace patente.

La conexión del sentido opera, básicamente, a través del principio de repetición. Tiene sentido lo que, de alguna u otra manera, repite algún sentido ya dado. A primera vista esto podría parecer erróneo. Si el sentido opera por repetición, podría parecer que, una y otra vez se vuelve a un único Sentido. Para escapar a esta objeción es necesario redefinir el concepto de repetición. No nos referimos a la repetición como una duplicación o una copia; la repetición siempre es parcial y aproximativa.

Quizá es conveniente en este punto robarle un poco a Derrida y asimilar este concepto de repetición a su concepto de iterabilidad. Iter viene de “otro”: iterable es lo que liga la repetición a la alteridad. Se puede decir lo mismo siempre que eso mismo sea otro. Por ejemplo, una palabra proferida (“hola”) es la misma y es comprensible por sobre y a causa de las distintas materialidades de la voz y las distintas situaciones en las que se inserte –que, paradójicamente, una vez insertada la palabra ya van a tener un punto de semejanza, por más mínimo que este sea.

Si decimos, por ejemplo: “Aks ddjhi k”. En la red de sentido en que nos estamos manejando (lo que derrideanamente sería el texto), esto es, a grandísimos rasgos, en el idioma español contemporáneo y local, esa frase no tiene sentido. Esto es así porque los elementos lingüísticos en cuestión fallan para relacionarse entre sí y con los otros. La “A” está junto a la “k” y junto a la “s” caprichosamente, juntas no hacen sentido porque no repiten ni se asemejan a ningún elemento lingüístico.

Un ejemplo musical puede ilustrar un poco esta lógica de la repetición impura que hace al sentido. Pensemos en los tonos musicales y en las melodías. Una melodía es un sentido. Si pretendemos componer una melodía con un mismo tono que se repita indefinidas veces, no obtendremos más que ruido; le repetición pura (o total) no hace melodía. Por otro lado, si pretendemos usar únicamente tonos disímiles entre sí, sin que haya repetición entre ellos, tampoco lograríamos nuestro objetivo; la melodía requiere de la repetición.



Paradoja y significado relativo del sin sentido

Pero no nos instalemos tan cómodamente en una concepción dualista tradicional en la que el sin sentido se opone al sentido. El sin sentido no es el otro del sentido, su afuera. Sino que, el sin sentido como negatividad es siempre reconducida a la red de sentido en la que se inserta, y así es “significada”. La palabra misma nos da la pauta: el sin sentido se define negativamente con respecto al sentido, y su esencia es, justamente, ese movimiento oscilante entre un afuera y adentro del sentido. El sin sentido se asume como sin sentido, y así, delimitado y controlado, como un espacio vacío determinado, se re-ubica en una red de sentido.

Por ejemplo, si alguien dice o escribe: “Aks ddjhi k”, quien lo escuche o lo lea, automáticamente va a pensar “esto no quiere decir nada” o “esto no tiene sentido”, y de esa manera, va a significar, por la negativa, lo que en primera instancia parecía no tener significado.

Como dice Hegel en la Fenomenología, la nada siempre es nada de algo, y la negación no es un vacío, sino un algo negado.

Por lo tanto, el sin sentido puro es un sin sentido. De ahí la sensación de ridiculez que reviste a un sin sentido flagrante, esta proviene del impulso opuesto al que normalmente se considera. Lo ridículo del sin sentido es que este se transforma apenas proferido en su opuesto: es el sentido transparente de lo que no significa nada.



Sentido y valor en el arte contemporáneo

Esta idea de sentido como conexión abre muchísimas cuestiones. La que nos interesa ahora es, cómo esta noción inmanente de sentido juega, en nuestra época, con los juicios de valor artísticos.

Los que repiten los trozos masticados del pensamiento de los demás y leen lo que hoy en día hay que leer dicen: “nada tiene sentido, todo da lo mismo”. De la afirmación hoy ya aceptada de que todo puede ser arte, en una inversión digna del peor alumno de lógica aseguran que “si todo es arte, todo arte tiene el mismo valor”.

Hagamos, antes de avanzar, una suerte de repaso histórico de los movimientos de vanguardia artística. Los siglos XVIII y XIX habían dejado al arte un lugar privilegiado. La obra artística se oponía absolutamente al obrar vulgar o habitual. El artista genio en una orilla, el público informe en otra. En esta forma de pensar hay en acción una serie de presupuestos profundos.
En primer lugar, se sostiene el concepto de creación. Este concepto es nítidamente cristiano. El artista crea desde cero así como Dios creo al mundo desde la nada.
De esto se deriva que puede haber un grado cero del sentido. Lo que el artista hace al crear es crear sentido allí donde no lo había.
En segundo lugar, la valoración de lo artístico se derivaba de su mimesis con respecto a un discurso o sentido divino.
Todo esto resulta en una estructura piramidal llamativamente similar a los planteos neoplatónicos. En la cima, pero fuera de ella, está Dios. Dios es el sentido pleno. En la base de la pirámide, sus restos: las migajas materiales de un sentido perdido. Los artistas, en este esquema, ocuparían una posición de privilegio. Serían los semi-dioses que procrean un sentido que, en última instancia, no es más que la imitación del sentido pleno primigenio de una presencia trascendente.

Con este panorama se encontraron las vanguardias de principios del siglo XX, y no se propusieron otra cosa que destruirlo. En la ciega persecución de este propósito, llegaron a formular un movimiento de pensamiento que se puede englobar bajo la sentencia del “nada tiene sentido”.

Pero por debajo del “nada tiene sentido, todo da lo mismo”, afirmación que parece posmoderna y vanguardista, subyace en realidad un fundamentalismo encubierto. El “nada tiene sentido” es la reformulación logocéntrica y reapropiadora del “no hay un sentido unívoco y trascendente”. El “nada tiene sentido” se entiende únicamente en tanto contraposición al sentido trascendente. El temerario paso adelante del sin sentido no es entonces más que una inversión de la dicotomía, que no hace más que preservar la misma lógica bajo la máscara de lo nuevo.



Reformulación de los conceptos de sentido y sin sentido

Volvamos un poco atrás entonces. Es preciso retomar los conceptos de sentido y sin sentido que venimos arrastrando desde el principio pero reformulados. La dicotomía sentido/sin sentido no nos sirve por distintas razones. En primer lugar, porque plantearía que, del lado del sentido, lo que hay es sentido pleno, mientras que por el lado del sin sentido hay significación cero. Ya vimos que en el sin sentido esto no sucede, ya que este siempre este siempre algo “significa”. Desde el lado del sentido tampoco podríamos hablar de una plenitud, ya que esto significaría poder reunir el sentido todo en una presencia perceptible o pensable. Plenitud sería: contacto con el sentido todo. Pero ya vimos que el sentido es inmanente y, por lo tanto, una red de conexiones del texto del mundo y el lenguaje, por lo tanto, tener una visión plena de esta red implicaría estar por fuera de ella, lugar solo reservado para algún dios.

Entonces, hagamos funcionar lo que desarrollamos sobre el sentido y el sinsentido en un campo que no sea dicotómico. Es, sin embargo, necesario trazar distinciones, por más que estas no seas más que distintas visiones de lo mismo. Dentro de la red de sentido podemos indicar dos caminos que se destacan por parecer ser bien determinables.
Por un lado, el sentido pseudo-transparente del discurso habitual. Bajo esta clasificación caerían la gran mayoría de las formulaciones lingüísticas; son todas aquellas cuya comprensión está al alcance de “cualquiera” y que no parecen decir ni más ni menos de lo que dicen. Esta reproducción de sentido se opera por la repetición asemejante; esto es, una repetición que pretende reproducir con exactitud sus instancias anteriores.
Por otro lado, estaría el camino (intransitable) del sin sentido, de lo que no quiere decir nada, del ruido puro. Aquí lo que operaría sería, en lugar de una repetición pura o asemejante, una diferencia total. En el sin sentido nada repite con fidelidad instanciaciones anteriores de sentido.

Creemos que gran parte del arte contemporáneo, imitando el impulso de algunas vanguardias artísticas, sobretodo del surrealismo y el dadaísmo, no hace sino recaer en uno de estos dos caminos.



Ilustraciones

El camino del sin sentido se ve con bastante claridad en las experiencias cinematográficas del grupo de los surrealistas. Tomemos, por ejemplo, el corto de Man Ray, La retour a la raison.



Lo que se ve es básicamente una sucesión de imágenes confusas. Las imágenes están divididas en conjuntos bien diferenciados, entre los que se reconocen imágenes de clavos y espirales, de una calesita y el cuerpo desnudo de una mujer. Pero hay dos cosas que nos interesan aquí. Primero, que las imágenes que remiten a un mismo objeto aparecen englobadas y separadas de las imágenes que remiten a otros objetos. Segundo, dentro de estos conjuntos de imágenes se da repetición casi total.
Entonces, entre las imágenes que muestran objetos similares –o el mismo objeto-, es decir, dentro de los conjuntos de imágenes, no se da más que una repetición. La relación de sentido que se establece entre los clavos o la calesita o la mujer es estática, no hay cambio en la repetición. Lo único que el observador puede decir al ver estos conjuntos es: hay clavos, o hay calesita, o hay mujer desnuda. Por otro lado, entre los conjuntos, hay diferencia pura. Los conjuntos se relacionan unos con otros únicamente por su contigüidad temporal y espacial. Los clavos son no-mujer, la calesita es no-clavos, etc.
La conexión de sentido interna en el corto es la mínima posible, la conexión puramente negativa del sentido, ósea, lo que veníamos llamando el sin sentido.
(Se puede hacer un análisis muy similar, aunque mucho más extenso por el largo del film, con Un perro andaluz, de Buñuel y Dalí.)

En segundo lugar, pensemos en Warhol y Duchamp, sobretodo en el famoso urinario y en las latas de tomate Campbells. Duchamp mandó el urinario a una exposición de arte solo para burlarse de la institución del arte, es decir, del mercado del arte. Quiso mostrar que, si las condiciones correctas estaban dadas, cualquier objeto prosaico podía ser considerado un objeto artístico. De hecho así fue.
Lo que nos interesa a nosotros de esto es mostrar como los sentidos pseudo-transparentes de la vida y el discurso habitual empezaron a ubicarse cada vez más en el lugar del arte. El sentido endurecido, esclerosado, de lo que se mantiene en una red repetitiva de relaciones, se transformó en aquello sobre lo el pensamiento debería posarse.



Si ponemos estos dos ejemplos en relación con nuestro planteo, veremos que, en estas formas de arte se cae en los caminos sencillos del sentido transparente o del sin sentido cerrado. Esto es lo que nosotros llamamos arte fácil.



Programa

El arte del siglo XX logró uno de sus objetivos, pudo mostrar que cualquier cosa puede ser considerada como obra de arte y que, por lo tanto, no hay una esencia única de lo artístico. Sin embargo para conseguirlo tomó el camino de lo negativo, que terminó igualando el “todo es arte” al “nada es arte”.

Este aflojamiento de los cánones artísticos no necesitaba de esos movimientos para producirse, si no que se desprendía como una consecuencia de una nueva forma de pensar el sentido. Si el sentido es inmanente, entonces es dentro de sí mismo que una obra se presenta como artística o como mera acción u objeto prosaico.

La diferencia de nuestro planteo es que decimos: si bien todo puede ser arte, no todo arte tiene que tener el mismo valor. Mientras que lo que llamamos arte fácil no hace más que recaer en los caminos más comunes del sentido (rehabilitando la dicotomía sentido/sin sentido), nosotros creemos que el buen arte es el que hace sentido. Esto es, el sentido que no puede ser reducido a las posiciones antagónicas de lo que, ante la primera intuición, se comprende o no se comprende. Pero no nos confundamos, hacer sentido no es crearlo ex nihilo, inaugurarlo allí donde antes no había nada. El sentido se hace excediendo al sentido previo, a través de la repetición y la diferencia. El sentido que crece tiene que partir de lo semejante y hacer la diferencia en una repetición. Esta es justamente la cuestión: exceder el sentido, hacerlo crecer, no clausurarlo o ridiculizarlo. Por eso la ruptura y la trasgresión por sí mismas ya no alcanzan; la reacción simple de lo negativo y de la crítica ya es inútil. De lo que se trata entonces es de trabajar el sentido, de asumir su ambigüedad y proponerse a potenciarla.